06 marzo 2015

A un cuarto de siglo de la muerte de Manuel Puig


Por Humberto Acciarressi

Hace unos días, en esta columna, hablábamos de Guillermo Cabrera Infante y comparábamos su pasión por el cine con la de nuestro compatriota Manuel Puig. Como una cosa suele llevar a la otra, en el afán de hilar temas y destinos, advertí que en un par de meses se cumplen 25 años de su muerte, y que -hasta dónde sé- a nadie se la ha ocurrido celebrar el Año Puig, lo cual sería de estricta justicia, aunque admitiendo que ésta no siempre reina en la vida real ni en la atrayente de la ficción. Y miren si habrá temas para abordar en el universo del escritor de vida tan intensa, prolífica y aventurera, que bien podría ser un personaje de cualquiera de sus novelas o de esas películas que devoraba con entusiasmo.

Puig nació en el bonaerense pueblo de General Villegas, el 28 de diciembre de 1932, rodeado de gente que décadas después abjuraría del hijo pródigo de aquel pago.Y los datos de su vida, a pesar de su muerte temprana, no son fáciles de resumir. Luego de años de estudio en Buenos Aires, en 1956 viajó a Roma con una beca para estudiar dirección en el Centro Sperimentale di Cinematografía.En Londres y Estocolmo enseñó español e italiano, ganó unos pesos como lavacopas y conoció gente de todo tipo. En la aventura del cine, fue asistente de dirección de René Clement y Vittorio de Sica. Luego dejó el oficio por el de guionista, y el de guionista por el de narrador. De hecho, "La traición de Rita Hayworth" fue guión antes que novela.

En una brillante sucesión de viajes y estadías por Europa y Estados Unidos, alternada con visitas a Buenos Aires, publicó "Boquitas pintadas" y "Buenos Aires Affair". Fue por esos años que se gestó lo que podría llamarse "la paradoja Puig". El escritor fue uno de los narradores argentinos más maltratados por la crítica. Ese ser sensible que huía de las muchedumbres, disfrutaba la soledad y reconocía enfáticamente la importancia de ser amado, sufrió el martirologio literario de ser considerado un autor menor. Juan Carlos Onetti tuvo palabras crueles sobre su obra, mientras ésta comenzaba a ser leída por miles. En 1978, el diario Le Monde criticó con dureza "El beso de la mujer araña". Sólo tres años más tarde, la obra figuraba entre los cuatro libros en lengua española obligatorios en las universidades francesas. Unos meses antes de su muerte ironizaba: "De ser por los críticos, no hubiera escrito".

El gobierno de Isabel Perón prohibió sus obras y la Triple A lo incluyó en sus listas de la muerte. Manuel Puig vivió en Rio de Janeiro y México (dónde escribió "Cae la noche tropical"). Radicado con su madre en Cuernavaca, criticó con levedad la adaptación fílmica que Babenco hizo de "El beso de la mujer araña", con Wiliam Hurt y Raúl Juliá. Se jactaba de haberse formado en la lectura de Rico Tipo, El Tony y Las Aventuras de Isidoro Cañones, se proclamaba "hijo del folletín" y confesaba que sus autores más admirados eran Abel Santa Cruz y Alberto Migré. A veces, agregaba que sus preferidos eran Severo Sarduy, Cabrera Infante, Reynaldo Arenas, Borges y Cortázar. Y cuando lo agarraban con la guardia baja reconocía su deuda con "La sinfonía pastoral" de André Gide y con "Las palmeras salvajes" de William Faulkner. Murió el 22 de julio de 1990 - dejando inconclusa la novela "Humedad relativa 95% - extrañando a la Argentina. "Mi propio medio - le reconoció a Almada Roche -, mi paisaje natal, la gente de mi pueblo, mi propia familia, me hicieron a su imagen. Pero me rechazan con la misma fuerza, me dejan afuera, hacen de mí un extraño". Y todavía alcanzó a decir antes de su muerte: "Buenos Aires ¿cuándo será el día que me quieras?".

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)