07 abril 2014

Faulkner y la "cocina" de las obras de arte

WILLIAM FAULKNER
Por Humberto Acciarressi

William Faulkner, aquel exquisito escritor sureño estadounidense, solía dar un consejo. No hay mejor sitio que un prostíbulo para escribir. "El lugar - recomendaba - está tranquilo por la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social para que el artista no se aburra". Lo cierto es que en materia de creación, cada uno tiene su receta. Unos, como Salgari, viajaron en su imaginación sin salir de su miserable vivienda, donde pasaba penurias con su mujer y sus hijos. Otros, como Antoine de Saint-Exupery, escribieron en los sucios y desérticos hangares en donde sus aviones esperaban para levantar otro tipo de vuelos. Francis Bret Harte redactó muchos de sus "Bocetos californianos" en las cercanías de los yacimientos auríferos que recorrió hacia 1858, mientras que Joseph Conrad era feliz escribiendo a bordo de los barcos que navegaba hacia la segunda mitad del siglo XIX.

La lista puede ser interminable. Sigmund Freud, cuyo lema era "trabajar y amar", escribió su ensayo sobre Goethe en un viaje en tren, y Marat -en los turbulentos días de 1793 y antes de morir a menos de Carlota Corday- redactaba sus artículos en la bañadera. En otras disciplinas, Vincent Van Gogh logró sus escasos momentos de paz pintando en la campaña holandesa o francesa, en tanto que Picasso dijo varias veces que no había mejor escenario para enfrentarse al lienzo que las playas del Mediterráneo. El hosco Beethoven necesitaba estar encerrado en su pieza, sin comer ni dormir, para crear más tranquilo. Y en la vereda opuesta, Gluck se hacía llevar el clavicémbalo a una pradera, apoyaba una docena de botellas de champagne sobre el instrumento y se ponía a componer. Otros no tuvieron tanta suerte y tuvieron que urdir gran parte de sus obras en la cárcel, como Cervantes, Miguel Hernández, Dostoievsky y nuestro Ricardo Rojas.

En la ajetreada América latina del siglo XIX, José Hernández escribió su "Martín Fierro" en un cuarto de hotel, que Lugones sitúa en la esquina porteña de 25 de Mayo y Rivadavia, y Vicente Rossi en Santa Ana do Livramento. Y ya en el siglo XX, Alfonsina Storni adoraba sentarse a imaginar sus poemas en los cafés de la Avenida de Mayo, que un día cambió por la Munich de la Costanera, donde hoy está el Museo del Humor, desde donde miraba las aguas de color marrón, diferentes de aquellas en las que se metió caminando para morir unos años más tarde. Uno de los casos más conmovedores fue el de Marcel Proust, que escribió los siete tomos de "En busca del tiempo perdido" encerrado en una habitación que tapizó con corcho, de la que pintó sus ventanas y como si no bastara las tapó con con gruesas cortinas. Alrededor de su cama de bronce había libros manchados de grasa, restos de comida, papeles amarillentos y un olor agrio a transpiración y remedios.

Los artistas confieren a los lugares nuevas vibraciones y crean nuevas mitologías de esas habitaciones, mesas de bar, rocas australes, barcos náufragos, praderas y campiñas, sean de pura felicidad o la mirada trágica de un pintor atormentado. El 30 de junio de 1861, un escritor anotó la fecha en un manuscrito recién terminado. De esta forma, Victor Hugo le ponía fin a "Los miserables" luego de matar a su héroe, Jean Valjean, en una pieza de hotel cuya ventana daba al campo de batalla de Waterloo, donde las campanas de la historia habían derrumbado el sueño napoleónico en 1815. El deseo del escritor era terminar su novela en ese lugar y se dio el gusto, aunque según uno de sus biógrafos haya acabado "ojeroso, con aspecto de perro triste". El arte, en definitiva, tiene sus bemoles.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)

ANTOINE DE SAINT-EXUPERY

EMILIO SALGARI Y SU FAMILIA
MARAT
ALFONSINA STORNI
FRANCIS BRET HARTE
CUARTO Y CAMA EN LOS QUE MARCEL PROUST 
ESCRIBIO "EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO"