29 marzo 2014

Sherlock Holmes, la pesadilla de Conan Doyle


Por Humberto Acciarressi

En estos últimos años se volvió a poner de moda -gracias a la televisión (por ejemplo "Elementary" que transcurre en Estados Unidos; "Sherlock" en Inglaterra) que ha reflotado con variantes los antecedentes de no menos quince películas- la figura de Sherlock Holmes. Ya sea por detalles que en su momento escribió su autor, Arthur Conan Doyle, o por añadidos de quienes lo reversionan para la pantalla, se da el paradójico caso que casi todos saben más del detective de ficción que del verdadero escritor. Incluso el hombre de la pipa y el sombrero escocés, que llegó al mundo de acuerdo a la novela el 15 de enero de 1854 – hace 160 años-, es cinco años mayor que Doyle, nacido en 1859. Agreguemos que en centenares de ediciones –legales e ilegales- ni siquiera figura el nombre del autor, y llegaremos a la conclusión que el personaje vampirizó hasta límites intolerables al médico oftalmólogo nacido en Edimburgo, espiritista y amigo de tocar el violín en sus ratos libres, que le dio vida.

Antes de crear a su Frankestein particular, Conan Doyle escribió algunos libros que llevaban por título, por ejemplo, “La gran guerra Bóer”. Y todos quienes podían se burlaban de sus charlas con gente muerta en mesas con otros espiritistas. Cuando creó a Sherlock Holmes – los “holmólogos” fijan el nacimiento del mito el 6 de enero de 1887 con “Un estudio en escarlata” – lo dotó de atributos odiados con entusiasmo en los tiempos de la reina Victoria: morfinómano, misógino, músico ambulante y ex actor. Fue un escándalo. Aunque fuera en páginas literarias, ese hombre no podía andar solo. Y como Cervantes al Quijote, Doyle le adosó un “escudero”: el médico y oficial de sanidad retirado John Watson.

Un sinfín de libros que ingleses, europeos y americanos consumían hasta el deleite, terminaron por hartar al escritor británico. Todo lo contrario de lo que ocurre ahora. Apenas a cuatro años del primer libro, en el otoño de 1891, lo hizo rodar por el precipicio y morir en “El problema final”. Como en la película “Misery”, aunque con otros métodos, los lectores no se lo perdonaron. Lo insultaron por cartas, lo obligaron a resucitarlo en “El perro de los Baskerville” y, no contentos con eso, casi lo obligaron a escribir “El retorno de Sherlock Holmes”, en dónde debió explicar cómo el héroe se libró de los planes asesinos de su archienemigo Moriarty

Conan Doyle convivió con el morfinómano 36 años más de lo que había imaginado cuando lo hizo morir y fue tan severamente castigado. En 1927 publicó “El archivo de Sherlock Holmes” y tres años más tarde dejó este mundo para encontrarse con sus almas amigas, de acuerdo a sus creencias. En vida, además de sus creaciones, cultivó la amistad de Karl Marx, Lewis Carroll, el Dalai Lama, Eduardo VII, por mencionar algunos. Y nadie visita su tumba. Al detective que creó aún le mandan cartas a la calle Baker 221-B. Un dato más, comprobado personalmente por el autor de estas líneas. El actor Basil Rathbone interpretó durante su vida profesional más de cincuenta personajes de Shakespeare y queria ser evocado por su carrera teatral. Nadie lo sabe. Sólo es recordado por haber interpretado en el cine a Sherlock Holmes.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)