26 enero 2014

Unas palabras por el "Año Cortázar"


Por Humberto Acciarressi

En una oportunidad escribimos que, curiosamente, Julio Cortázar no está vinculado a la Argentina por los únicos datos ineludibles en la vida de un hombre: nacimiento y muerte. Por un azar diplomático nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914, y por elección falleció en el parisino Montparnasse setenta años más tarde, el 12 de febrero de 1984. Sin embargo, como su admirado Gardel -nacido en Francia, muerto en Medellín-, el escritor fue argentino hasta los huesos. En su variada literatura se perciben los sabores infantiles de Banfield, su adolescencia en Buenos Aires, y la entrada en la madurez de Chivilcoy y Bolívar. En “Bestiario”, “Rayuela”, “Historias de Cronopios y de famas”, “Todos los fuegos, el fuego” y un sinfín de otros libros, ensayos y poesías, no hizo más que aportar novedades al castellano, al "argentino", que jamás abandonó.

García Márquez, que lo recordó como “el argentino que se hizo querer de todos”, evocó su voz de órgano de erres arrastradas (que registran algunos discos y pocos documentales), hablando de jazz durante horas ante él y Carlos Fuentes, boquiabiertos y azorados por los conocimientos del amigo. Es verdad que Osvaldo Soriano escribió que “si Arlt y Borges habían dado vida a la literatura argentina, Cortázar le agregó alegría”, pero éste no se tomaba en serio. “Me consideraré hasta mi muerte - reveló en una ocasión- un aficionado, un tipo que escribe porque le da la gana, porque le gusta". Borges, que no era amigo de regalar elogios, le había publicado su primer cuento, ”Casa tomada”, en una revista casi secreta y prestigiosa. Cortázar lo admiraba y lo defendía con cariño cuando el autor de “El aleph” era criticado por sus ideas. Borges, que nunca estuvo al tanto de esto, escribió en aquel febrero triste, una bella página recordando a aquel “muchacho muy alto” a quien le había dado la alegría de ver su primer cuento en letras de molde.

Es curioso el llamado "ser argentino": los dos más grandes escritores vernáculos del siglo XX murieron y descansan en suelo extranjero. Cuando a fines de noviembre de 1983 Cortázar sintió que ya no podía contra la leucemia, retornó por ocho días al país. Nadie lo esperaba cuando bajó del avión, casi de incógnito. A unos metros, el periodismo se abalanzaba sobre Casildo Herreras, el sindicalista peronista del patético “Yo me borré”, que bajaba del mismo avión. Cortázar, tímido y modesto, pasó y paseó inadvertido por el puerto, se sentó en Plaza San Martín, visitó a la madre y a la hermana. Mientras caminaba por la avenida Corrientes, una chica le acercó una flores. Más tarde, sentado en un bar junto a Carlos Gabetta y al periodista de Le Monde Jacques Deprés, les pidió emocionado: “Huelan esto, jazmines del país. Con esta fragancia no existen en ninguna parte”.

Silenciosamente, como deben ser las verdaderas despedidas, Cortázar se fue con la promesa de volver en marzo. No pudo: el 12 de febrero de 1984, una humilde procesión encabezada por Aurora Bernárdez, su primera esposa, lo acompañó hasta el cementerio de Montparnasse. Allí descansa junto a Carol Dunlop, su última compañera, en la vecindad de Charles Baudelaire y de Guy de Maupassant. Ahora, por su nacimiento y por su muerte, la Ciudad de Buenos Aires y varias de otros países americanos y europeos, celebran el Año Cortázar con conferencias, mesas redondas, ediciones de libros, puestas teatrales y proyecciones sobre las películas que inspiró con su obra. La Argentina, con varios premios Nobel, suele indignarse porque el galardón no le fue otorgado a Borges, que por cierto lo merecía. Lo increíble es que haya pocos que se pregunten cómo es posible que los suecos no se lo hayan concedido a Cortázar. Aunque esto sea apenas una anécdota sin demasiada importancia.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)