07 mayo 2009

La Feria del libro en "Crónicas inútiles"



Como muchos de ustedes saben, Paula Pampín, además de mantener su blog La culpa es mía y ser una de las artífices de Nación Apache, tiene una bitácora de temporada (Crónicas inútiles) que abre con las primeras luces de la Feria del Libro y cierra cuando la exposición comienza a ser desmantelada a la espera del año siguiente cuando vuelve a poblarse de obras, escritores, libreros, editores, público y demás integrantes de una fauna múltiple en su diversidad. El resto del año, ese blog de Paula queda en estado de suspensión latente, invitando a las relecturas. Este año, le envié el texto que sigue a continuación:

Crónica inútil demasiado personal sobre la Feria del Libro

Por Humberto Acciarressi

Después de treinta años de escribir sobre la Feria del Libro para casi todos los medios nacionales de la Argentina (y de editar durante cuatro o cinco el Diario Oficial de la exposición, que este año no salió por razones que no me interesa conocer) creo que ya no hay nada que pueda decirse. O en todo caso, nada que otro no lo haya dicho mejor. Frente a esto, no cabe otra alternativa que remitirse a cuestiones estrictamente personales que, en definitva, configuran una crónica inútil que no es otra cosa que lo que nos pide Paula para este blog "ferial".

De manera que no voy a trata de ser original, ni voy a abrumarlos con todo lo que ya se ha escrito (sin resultado alguno) sobre los precios de un café, una coca o un pedazo de torta que cotizan en la Bolsa de Valores. Hace años que con amigos escritores, editores y libreros, conocidos y empleados de la muestra, sabemos que si uno no quiere sentirse estafado por los concesionarios de los puestos de comida, hay que llevar siempre a mano un paquete de galletitas y, de ser posible, un termo con café con leche o una gaseosa. No puedo decir que vi como Rutger Hauer en la escena final de Blade Runner, "naves de ataque ardiendo más alla de Orión" ni "rayos C brillando cerca de la Puertas de Tannhauser", pero en tantos años sí vi muchas cosas y viví otras tantas.

Tiro algunas, inéditas o editadas oportunamente. Por ejemplo aquella charla con Ray Bradbury, en una cabina que parecía de cartón en el viejo Centro Municipal de Exposiciones, cuando no pude sacarle los ojos de encima mientras se bajaba dos botellas de vino tinto en un santiamén (de mis tiempos de fetichista, aún guardo una de esas botellas). O el día en que mi hijo mayor, Ariel, con dos años y mucha fiebre, no tuvo mejor idea que salpicar con un vómito sideral a uno de mis dos entrevistados de ese momento: Pablo Milanés (el otro era Silvio Rodríguez). O las lágrimas de Adolfo Bioy Casares mientras me contaba cosas de su amigo Borges muerto poco tiempo antes, y la risa del serio y circunspecto Juan Rulfo cuando hicimos un alto en una charla porque los dos nos estábamos meando, lo que no interrumpió el diálogo mientras estaba cada uno de nosotros frente a su mingitorio. O la pila de sándwiches de miga que se devoró –inexplicablemente sin reventar– Giorgio Bassani, mientras me contaba que no le había gustado la adaptación cinematográfica de El jardín de los Finzi Contini.

En todos estos años, entrevisté (entusiasmos y desilusiones mediante) desde Autran Dourado o Nélida Piñón, hasta Coelho (con quien tuve una discusión terrible), Jorge Edwards o José Donoso. Con Doc Comparato y Carlos Monsivais hicimos muy buenas migas; con Mario Benedetti tuvimos un cruce, casi nos agarramos a las piñas y terminamos charlando amablemente café mediante. Con James Kirkwood comimos en el viejo restaurante del Centro Municipal y recién cuando nos despedimos me di cuenta que ninguno había pagado, lo que al día de hoy considero un tiro para la justicia. Y Saramago, Vargas Llosa, Paul Auster, Perez Reverte, Borges, Olga Orozco, el querido Negro Fontanarrosa, Soriano, etc., etc., etc.

Y naturalmente muchos escritores argentinos, siempre a la sombra de los que llegaban de afuera (eso sigue siendo así), aunque en muchos casos eran inmensamente superiores. Pero con varios de ellos tuve y sigo teniendo amistades, desde los tiempos en que yo editaba un pasquín con el horrible nombre de El espectador de la cultura, en el que –entre otros– escribía un por entonces compañero corrector en épocas de Timerman, que siempre me traía una valija con una pila infinita de papeles tipeados con la Olivetti Lexicon para que le pegara una leída (aquel corrector era Alberto Laiseca y el libro era Los Sorias). Y entre mis papeles, aún tengo una libreta con las pestes que hablaban de la Feria muchos que después, con los años, se ofendían (y aún se ofenden) si no los llevaban a firmar ejemplares.

Como los amigos lectores de Crónicas inútiles se darán cuenta, esto no es una crónica en el sentido más estricto. Pero me perdona saber que nada demasiado estricto va con mi personalidad. En cualquier caso, para que la querida amiga Paula no se sienta defraudada, puede ser tomada como una crónica no del espacio ferial y de sus actuales habitués, sino de su tiempo. Que como todos sabemos es relativo. Una especie de Marienbad o isla de Morel. O simplemente que cuando me senté a escribir una crónica me dejé llevar por la nostalgia.




#Feria Internacional del Libro de Buenos Aires 2009