31 diciembre 2006

El primer año sin mi hermano Leo



Por Humberto Acciarressi

Nací un año y medio antes que él, y desde entonces ha pasado el tiempo suficiente para que las nostalgias sean más fuertes que las certezas. Y el azar quiso que sea yo, y no él, quien esté escribiendo estas líneas el último día del último mes de su último año. Desde chicos compartimos todo, incluso aquellas cosas que no podíamos ni debíamos compartir. Y compartimos, con menos de una década de vida, el dolor y la tristeza que siguió al día en que nuestros padres y hermana fallecieron en un accidente del que nosotros nunca supimos si nos salvamos o no. Juntos caminamos, nos sentamos y miramos en silencio el viejo lago de los bosques de Palermo, donde nos escapábamos de ciertos rituales familiares. Allí, con el transcurrir del tiempo, fuimos con libros, guitarras, vinos y mujeres. La vida siguió con sus costumbres cotidianas y cada tanto, como durante los años en que creíamos que podíamos cambiar el mundo, la muerte agazapada se empeñaba en cosechar en los alrededores y se llevaba a amigos y familiares.

En cierta oportunidad, ya ni siquiera recuerdo el motivo – sí que yo era todavía un adolescente estudiante de la vieja Escuela Panamericana de Arte - , me fui a pasar solo un fin de año a orillas del río Colorado, debajo de un árbol que me protegió de una lluvia torrencial – el teléfono más cercano estaba a varios kilómetros y no existían los celulares - , comiendo un pedazo de pollo puesto en la mochila por una chica que me había dado alojamiento en La Pampa unos días antes, pero que no logró retenerme durante las fiestas. Cuando volví a Buenos Aires, alguien de la familia me contó que Leo había llorado porque era la primera Navidad que no pasábamos juntos. Ya no me parece casual que haya sido La Pampa el lugar al que mi hermano viajaba los últimos fines de semana de su vida, a costa de su ya devastada salud, para ver a sus hijos Lucila y Juan Marcos, lo que más amaba en el mundo. Y esto para preocupación de la tía Elena y su amiga Lilia, las dos únicas personas que estuvieron cuando los que tenían que estar desertaron.

Así como en varios momentos de nuestras vidas en que nos distanciamos, los últimos tiempos no fueron los mejores de nuestra relación. Eramos demasiado parecidos y demasiado distintos, y en muchas ocasiones nos molestaban las maneras que tenía el otro de sortear los escollos. Sin embargo, durante esos períodos, nunca podía evitar pensar en él en decenas de ocasiones y supongo que a él le pasaba otro tanto. En las semanas previas a su muerte nos pusimos al día con ciertas cosas y me contó otras que alguna vez deberé escribir para hacerle honor a quien fue, a pesar de su tragedia personal y de la liviana opinión de algunos, uno de los seres más sensibles que existieron. Me quedarán grabados para siempre el último abrazo, el último beso y la última mirada que nos dimos seis horas antes del momento en que mi hermano Leo ya no pudo hacer lo que hicimos muchas veces: distraer a la muerte con otro gambito. Pero me quedan, sobre todo, los momentos felices que vivimos, a veces desorbitadamente.

La lista, siempre arbitraria, debería incluir el día que esperamos dos horas en la puerta de Frávega, en la avenida Cabildo de Belgrano, para comprar “La banda del Sargento Pepper”, y nuestra posterior jactancia de ser los primeros en tenerlo en la Argentina. O cuando para impresionar a dos chicas tiramos un petardo dentro de un buzón en Olleros y la avenida Libertador, a una cuadra de la casa donde nacimos, con tan mala suerte que terminamos los cuatro mirando desde la vereda del hipódromo como los bomberos apagaban el incendio de cartas. O cuando íbamos a Plaza Francia y de allí arrancábamos, con esa pequeña secta que entonces seguía el rock nacional, a los recitales de los primeros Abuelos de la Nada, Pappo, Moris, Los Gatos, Vox Dei o La Cofradía de la Flor Solar. O cuando viajábamos a todos lados, dentro y fuera del país, para sufrir con el River de los 60 y disfrutar a lo loco con el que retomó los bicampeonatos y los tricampeonatos a mediados de los 70. O cuando charlábamos desde que arrancaba la noche hasta que el sol nos quemaba los ojos, sobre libros, discos, películas, mujeres y, a medida que pasaban los años, del pasado. Ese pasado compartido durante la adolescencia, que también incluía viajes “a dedo” por las rutas del país y del Uruguay; charlas “serias” sobre a quien le correspondía tal o cual chica según sorteos ideados para la ocasión; naturalmente los amigos, los colegios, las "ratas" y las peleas callejeras con los adversarios del barrio de Las Cañitas; sus días de arquero que coincidieron con los míos de centrodelantero; o los cigarrillos u otras yerbas que nos fumábamos a escondidas de la familia.

Ya más grandes –aunque según algunos no más maduros- cada uno hizo su vida (entre otras cosas abandonamos nuestros delirios de ser músicos o jugadores de River y nos hicimos periodistas, lo que era inevitable porque ambos escribíamos desde chicos), y naturalmente cometimos muchos errores y tuvimos algunos aciertos. No puedo, no quiero, ni tengo autoridad para hacer juicios de valor – que en todo caso lo hagan otros con vocación de jueces - sobre lo que fue la vida de Leo hasta hace unas semanas, cuando el Sida no le dejó defensas para hacerle frente a un linfoma. Hoy me aferro a esas alegrías, tal vez demasiado agobiado por esas razones del corazón que la razón no entiende, de las que hablaba Pascal. Aunque sean esas mismas alegrías las que provocan el dolor que me muerde las entrañas, a pocas horas de comenzar el primer año de mi vida sin mi hermano Leo.

Arriba: "Golpeando a las puertas del cielo" (Bob Dylan), por Avril Lavigne

Meeting Theda Bara, 1918


Detrás de escena de "Casablanca"


29 diciembre 2006

Louis Armstrong, del revolver a la trompeta


Por Humberto Acciarressi

El primer día del año 1913, mientras en las calles de Nueva Orleans los vecinos pobres y los ricos festejaban el acontecimiento, unos disparos sonaron en el ambiente y detuvieron la algarabía. Algunos, entre ellos un policía, recorrieron con la vista los alrededores hasta que se toparon con un chico negro, de ojos pícaros y sonrisa cómplice, de cuya mano colgaba una pistola. El muchacho, que había resuelto despedir el año a los tiros, fue a parar a un reformatorio. Allí, uno de los guardias de apellido Smith, se hizo amigo del chico y le enseñó a tocar la trompeta. Desde esos días de encierro hasta el final de sus días, aquel negrito llamado Louis Armstrong no se separó nunca de su instrumento.

Nació el 4 de julio de 1900, el Día de la Independencia de los Estados Unidos (algunos biógrafos sostienen que la fecha fue un invento del músico), en una sórdida casa de Nueva Orleans. Según lo confesó sonriente varias décadas más tarde, hasta que cumplió cinco o seis años creyó que los petardos, los cohetes y los cañonazos que escuchaba en sus cumpleaños eran en su honor. En todo caso, eso no hubiera estado nada mal.

Sus primeros contactos con la música se produjeron cuando seguía los cortejos fúnebres de los negros, escuchando los "spirituals" que desgranaban los instrumentos y las voces quejumbrosas de los deudos. Es imposible y ocioso reproducir las bandas en las que tocó desde que reemplazó a King Oliver en el grupo de Kid Ory hasta que el mundo se quedó sin su trompeta (uno de sus primeros compañeros fue el legendario Buddy Bolden, de cuya corneta se decía que podía resucitar a los muertos).

Si hay que decir que con Satchmo (abreviatura de Satchelmouth: boca de maleta) aprendieron los más grandes músicos de jazz del siglo, incluso aquellos que lo criticaron por cuestiones más ideológicas que musicales (decían que entretenía a los blancos, como si el arte se midiera en fronteras raciales). Miles Davis, antítesis de Armstrong, no tuvo más remedio que reconocer: "Nadie puede tocar en la trompeta algo que Louis no haya tocado antes". Sin embargo, el más grande elogio que recibió Satchmo vino del sacerdote del "bip bop" y compañero de Charlie Parker, Dizzy Gillespie: "En la historia de la música negra ningún individuo ha dominado tan completamente una forma de arte como el maestro Daniel Louis Armstrong. De no haber sido por él, nunca habríamos existido". Y eso es cierto: resulta inconcebible concebir el jazz sin "Pops".

Sólo citando algunas de sus frases, podría decirse que de la campana de la trompeta de Louis salían, convertidos en música, una cálida noche veraniega de Nueva Orleans, el olor de las magnolias en flor, alguna chica con la que había pasado momentos alegres, o la voz de su madre llamándolo por las mañanas. Si Dios existe, no hay dudas que la trompeta de Satchmo contó con su beneplácito. Y si Dios no existe, Armstrong debe haber sido lo más parecido a él. Si dejaba de tocar se enfermaba, porque -decía- se lo exigía el sistema nervioso. Por eso, un día sin música le provocaba un serio desequilibrio emocional. Además de esto, su labio superior tenía unas callosidades producidas por la embocadura de su trompeta, que cuando se le agrietaban le provocaban un dolor insoportable. Para mitigarlo, Louis se ponía pomada. Como eso no bastaba, antes de cada concierto tocaba durante dos horas para castigar sus labios. Dolor más dolor, en su caso era esa explosión de alegría que ahora se escucha en sus discos.

Fornido, exuberante, de dotes histriónicas, sonrisa relampagueante, voz áspera y un estilo inimitable para tocar su instrumento, Louis murió el 6 de julio de 1971 en su casa en los suburbios de Nueva York, mientras dormía plácidamente a metros de su trompeta compañera. Y para terminar, valga una anécdota. En cierta oportunidad, una mujer le preguntó a "Pops" qué era el jazz. Y Armstrong, olvidándose de sus labios inflamados, tomó su trompeta, respondió "el jazz es esto", y comenzó a sacarle al instrumento un sonido improvisado y quejumbroso más doloroso que la vida misma. Ninguna enciclopedia igualará nunca tal definición.

(Publicado en la revista "Así")

Con una ayudita de mis amigos: Sartori


EL PENAL QUE ATAJO EL CHE A ORILLAS DEL RIO AMAZONAS

Por Luis Sartori

Seis años y medio antes del triunfo de la Revolución cubana, que lo tendría como una de sus figuras y lo convertiría en mito, el Che Guevara atajó un penal a orillas del río Amazonas. Pero no pudo evitar la derrota final. Fue en 1952, en el instante decisivo de un partido de fútbol en Leticia, plena selva, la ciudad más al sur de Colombia. Hasta ahí había llegado con su inseparable amigo el médico argentino Alberto Granado, en su viaje más largo trepando por América latina.Los dos amigos habían aparecido por la zona desde el cercano pueblo del San Pablo peruano, con intención de subir en avión hasta Bogotá. Pero se toparon con un problema habitual en los inicios de los vuelos comerciales y, también, en las actuales épocas de crisis: los aviones a la capital colombiana eran escasos, quincenales. Había que hacer tiempo.

Los dos mochileros venían descubriendo la región. La consigna era sumar kilómetros y experiencias a bajísimo costo, y tuvieron que hacer de todo para subsistir. Convivieron más con las miserias del subcontinente que con sus grandezas. Llegaron a atender en leprosarios. Conocer esas profundidades humanas - y la pobreza onmipresente dondequiera que fueran - marcaron para siempre al Che. Los amigos estuvieron en Leticia entre el 23 de junio y el 2 de julio de 1952. Y en ese tiempo muerto en la Amazonia colombiana, el Che fue arquero de Independiente, un cuadro de existencia y campaña efímeras que estuvo a un tris de la gloria regional.

Guevara, entonces de 24 años, tenía pendientes los exámenes finales de medicina en la UBA. Su compañero, ya recibido, rondaba los 30. Llegaron a Colombia después de haber recorrido Chile y Perú, y haber navegado por accidente el Amazonas, en Brasil. Alma de aventureros, habían subido a una balsa que les facilitaron tras un breve paso como médicos en un leprosario del poblado peruano de San Pablo. En esa barca precaria durmieron alguna noche. En otro barco terminaron en Leticia, sin un peso.

Como era tradición en aquellos lugares y esos tiempos, los albergó y les calmó el hambre la policía del lugar. Igual, los forasteros andaban por el pueblo pidiendo pescado para comer. Y terminaron como técnicos-jugadores de un equipo de agentes de policía y conscriptos del Ejército, a propuesta de un menos trascendente (para la Historia) agente Salamanca. ¿Por qué? Sobre todo porque eran argentinos. Epoca de enormes futbolistas argentinos que jugaban en Colombia, la marca de origen de este lado del Río de la Plata tenía más lustre que la de uruguayos - ya bicampeones del mundo - o brasileños, subcampeones en 1950.

El Independiente del Che y Granado entrenó durante una semana, siempre de tarde, a las órdenes de los argentinos. Un esfuerzo que, de por sí, les aseguraba a los amigos los 150 pesos que cada uno que necesitaban para su pasaje aéreo."Al principio solo pensamos en entrenarlos, para no pasar papelones, pero como nos dimos cuenta de que eran muy malos, nos decidimos también a jugar". Lo escribió el Che en una carta de viaje a su madre, Celia.

Fue aquel un campeonato relámpago, con apenas cinco equipos, y partidos de 15 minutos por tiempo. Algunos jugadores jugaron descalzos. Fuera del rectángulo de juego (donde en 1985 se levantaría una biblioteca), pura selva. Los equipos protagonizaron un desfile por la mañana, del que también participaron varios chiquilines vestidos de camisas claras, y al rato comenzaron los partidos. El juego paró a mediodía, por el calor sofocante. Y siguió entrada la tarde.

A Guevara le gustaba marcar la punta derecha, jugar de 4, como se numeraba entonces. Pero el calor húmedo lo desalentaba a correr, y lo ponía en un aprieto mayúsculo por su asma crónica. Consecuencia: se anotó de arquero.Antes de la hazaña del penal atajado, el Che fue protagonista involuntario de un choque cultural que lo puso bajo la mirada nada amistosa de un militar. A lo lejos se escuchó - en pleno partido - a una banda militar que tocaba el himno de Colombia. Guevara se agachó para asistir a un jugador golpeado, y al instante se le acercó un coronel, que lo reprendió a los gritos por no mantener la postura firme. Al reprendido no le faltaron ganas de reaccionar, pero se contuvo, según contaría después.

En el partido, el arquero se lució. Quienes lo vieron dicen que era arrojado para salir de los tres palos, que se tiraba a los pies de los rivales, y que jugaba adelantado, un estilo que más de una década después destacaría a Hugo Gatti en el fútbol argentino. El equipo llegó a la final en la "cancha popular" de Leticia.Y la final terminó en empate. Entonces, a penales.No habría que exagerar y decir que los 3 mil "leticianos" rodeaban la cancha, expectantes, en el momento supremo de la definición. Pero el suspenso atrajo a una pequeña multitud.

Primer penal: el Che repele el ataque adversario. No hay registros visuales, ni escritos, ni siquiera detalles en la memoria de nadie. O sea, no se sabe si el arquero se arrojó con intrepidez y precisión a derecha o a izquierda, o si sencillamente se quedó donde estaba y la pelota lo buscó.
Segundo penal: el compañero de Guevara también desperdicia su tiro. A otra serie de dos disparos.
Tercer penal: el Che desairado; gol.

Cuarto y decisivo: el artillero de Independiente yerra otra vez. Perdieron.

No hubo intercambio de camisetas, premio al mejor jugador, declaraciones a la prensa, ni replay de las jugadas. Eran otros tiempos.

Tres días después de la honrosa derrota, Guevara y Granado tomaron su avión. En Bogotá, el Che pasó de jugador a hincha y se empachó de buen fútbol: vio en vivo Millonarios, un equipo de estrellas, contra el Real Madrid.


(Publicado en Clarin)

28 diciembre 2006

Mona Maris, la novia que no fue


Por Humberto Acciarressi

Su vida trazó una rara parábola. Le gustaba viajar por el mundo en barco y tenía el tipo de mirada a la que ningún hombre puede ser indiferente. Nació el 7 de noviembre de 1906 en una casa de la calle Esmeralda cuyo número nunca recordaba; amaba el mar y a los 75 años se jactaba de conocer más de 25 países. Aunque era más argentina que la calle Corrientes y el dulce de leche, cuando quedó huérfana, a los seis años, sus abuelos maternos, que vivían en Francia, la recibieron en medio de las luces de la Belle Epoque parisiense. Su nombre verdadero era Rosa Emma Sayus Capdevielle, pero el de Mona Maris la inmortalizó en el imaginario popular de los porteños y en el corazón de algunos hombres.

La vida de la vampiresa de los ojos profundos y sensuales tiene dos o tres hitos decisivos. El primero ocurrió en 1927, cuando un alemán cazador de talentos vio la foto de una bella chica en el hipódromo de Longchamps y resolvió rastrearla. La joven estaba de suerte: esa tarde había ganado apostando a un caballo americano, un tal "Take my tip". Aunque Mona Maris nunca supo cómo lo logró, lo cierto es que el sujeto la encontró y le propuso hacer una prueba en un set de filmación de Alemania. Acompañada por su abuela subió al tren que rumbeaba para Berlín, donde al poco tiempo ya tenía firmado un contrato por un año.

La bella morocha filmó en tierra germana tres películas; la más famosa de ellas "Los esclavos del Volga". Nada de otro mundo. Sin embargo, esta experiencia le sirvió como trampolín para saltar a Hollywood, a donde llegó en 1929 (fecha de la foto que acompaña estas líneas) para abrochar, con la Fox, un contrato por cinco años. Ese fue el segundo gran mojón de su carrera. Allí Mona Maris trabajó en más de cuarenta películas, al lado de "nenes" de la talla de Mirna Loy, Ginger Rogers, Buster Keaton y Humphrey Bogart. Para los argentinos, esa trayectoria hubiera servido para recordarla de tanto en tanto. Después de todo, no cualquier chica nacida en el barrio de Monserrat llega a codearse con los popes del cine mundial. Y sin embargo...

El tercer gran momento de la vida de Mona Maris se concretó cuando le ofrecieron trabajar al lado de un cantor argentino que cautivaba a los públicos de todo el mundo: Carlos Gardel. Durante el mes que duró la filmación de "Cuesta abajo", la mujer de los ojos cautivantes compartió con el Zorzal charlas y silencios, cenas y escenas, y hasta un flirteo que generó la leyenda de un romance que ella misma se encargó de desmentir. Y si no pasó nada no fue por falta de atracción mutua. "Por ese entonces - recordaba la actriz en los umbrales de su propia eternidad - Carlos tenía una relación muy seria con una señora americana. Y Gardel era hombre de una mujer por vez". De aquel breve lapso de su vida, a la chica de Monserrat le quedaron una placa de oro que le regaló el cantor (que se la robaron de una caja de seguridad del banco de Galicia); el recuerdo de aquella fascinante relación; y una fama que la consagró definitivamente en el corazón de los argentinos.

Pero el destino de Mona Maris no se frenó el trágico 24 de junio de 1935, cuando la leyenda de Gardel se disparó al futuro desde las ruinas de un avión en llamas en el aeropuerto de Medellín. La chica siguió recorriendo su propio camino: filmó algunas películas en su país natal (ya mayor tuvo un papel en "Camila", de María Luisa Bemberg); se casó y se separó del ingeniero holandés Harry Ruck Gelderman; se peleó por cuestiones de celos profesionales con Zully Moreno; y aseguró que tuvo "la desgracia de conocer al perverso de Chaplin".

En la madrugada del 23 de marzo de 1991, la "mala" de "Cuesta abajo" se murió en Buenos Aires, luego de muchos años de ausencia física y recuerdos constantes. De todos los filmes que rodó, sólo uno se emite religiosamente en cada aniversario de la muerte de Gardel. Podemos aventurar algo: el hombre que diga que no vive pendiente de la voz y los ojos de Mona Maris en esa película, por lo menos no es sincero. Y eso que en medio de sus miradas está la impar voz del cantor. Lo que no es poco.

(Publicado en la revista "Así")


Con una ayudita de mis amigos: Sagardia


LA ABULIA Y EL INDICE DERECHO

por Diego Sagardia

En los elocuentes movimientos de sus ojos se profundizó la rabia. En el andar cansado se reflejó su ira. En la voz entrecortada, su autoexclusión. Con poco aire en los pulmones y escasas ideas sanas, contó hasta veinte, miró con añoranza la puerta de la casa de sus padres y largó el llanto sin acción. Para qué sufrir tanto, pensó. Por qué tanto dolor en el pecho. Encendió un cigarrillo con un fósforo solitario, acomodó el humo en la boca, lo expulsó y lo siguió con desdén, como quien mira sin querer hacerlo. Pocas cosas le molestaban tanto como el recuerdo. Sin embargo, quienes lo escucharon por última vez aseguran que insultó al presente en su idioma de silencios que otorgan.

A las cinco de la tarde, sin ironías ni reflejos, cansado e infeliz, al borde de la histeria muda e inconsciente, decidió repasar ese álbum imaginario de fotos. En brazos de su madre, en el sanatorio, con pelos negros, cara pequeña, ojos cerrados. En brazos de su padre, con la camiseta del club del barrio. La primera comunión. El blanco guardapolvos. Las fiestas de cumpleaños. Los amigos. Los familiares. El perro. El caballo. El desorden fue inevitable, accedió por consecuencia e interés a la oscura calma que se ubica por delante de las catástrofes. Sintió que estaba loco. Sin saber que significaba la locura. El, que había criticado y ensuciado a las definiciones, de repente quedaba encerrado por ellas. El artículo femenino, en plural, lo hizo tomar otra decisión. Así, comenzó a describir mentalmente sus penurias. Hasta que el coraje se presentó. Fue en ese momento cuando se oyó, cuando logró escuchar con armonía las letras agrupadas que formaban su nombre. Siempre quiso llamarse de otra manera, sin preferencias a la hora de la elección. Creía y se ilusionaba con que de esa manera podía acceder a otro formato de vida. Pero no. Por más que cambiara, por dentro sentiría esa rara energía, la abulia sintetizadora. Nihilista, escéptico, ateo, sin dogmas ni preceptos, abandonó su vértigo cuando el índice derecho accionó el gatillo.

El disparo multiplicó su cabeza. Fue tal el ruido que cuando despertó comenzó a morirse de risa.

27 diciembre 2006

Cosas que dijimos hoy: Walter Malosetti

Por Humberto Acciarressi

Todo vestido de negro, impecable como un pibe mientras los que lo rodean padecen el día más caluroso del año, intacto en sus 75 años, escuchar a Walter Malosetti hablar de música es un placer que está casi a la altura de escucharlo tocar. Exponente histórico del jazz vernáculo, ahora está metido de cabeza en el proyecto de su escuela en el barrio de Caballito, además de sus presentaciones cada vez que pinta la ocasión. Es enternecedor escucharlo referirse a los jóvenes, a sus colegas y a ese mundo de sensibilidades a flor de piel que se vive en el ámbito de la música.

Ahora, en medio de tanta actividad, Malosetti acaba de editar su sexto álbum, dedicado a su hermano Pedro Alfredo Lucas (de allí el nombre del disco, PALM), legendario luthier cuyas piezas hoy son coleccionadas por los amantes de las guitarras y los bajos. Curiosamente, un personaje que está en los escenarios desde hace varias décadas, recién ahora edita un volumen - con temas clásicos e inéditos - exclusivamente con guitarra, exquisitamente sola.Este disco íntimo, el proyecto de la escuela, la frecuentación de los jóvenes músicos, el cariño de sus colegas, el fervor de sus admiradores, lo tienen lo bastante ocupado para que, por lo menos, llame la atención la serenidad con la que uno puede sentarse a charlar con él. Y allí vamos:

-¿Es diferente el interés que los jóvenes tienen hoy por la música con lo que sucedía en el pasado?
La pasión de los jóvenes de hoy por la música es única. Nunca ví tanta en todos mis años de vida, que son muchos. Esa pasión es por el jazz, por el tango, en general por la música popular.

-¿Hay menos dogmatismo?
Efectivamente. En este momento, la música es más importante. Antes, los que seguían la música, eran como partidos políticos. Los seguidores del tango no le daban bola a los del jazz, y viceversa. Pero todo eso cambió.

-¿Creés que por algún motivo en particular?
Por varias razones. En la actualidad, a los pibes les gustan los Beatles, el jazz, el tango. Son mucho más abiertos que en el pasado. Eso gracias a la fusión que se produjo a partir de cierto momento.

-Eso en cuanto a los espectadores, ¿y los músicos?
Es diferente. Llega un momento en que el músico se tiene que decidir. Por ejemplo, a mi me gusta y respeto el tango, pero mi pasión por el jazz no tiene comparación con nada.

-¿Qué es lo que más te apasiona del jazz?
El tema de la improvisación es una de las cosas que más me gusta. No nos olvidemos que el alma del jazz es la improvisación. Y las diferentes alternativas.

-¿Aparecen músicos nuevos?
Permanentemente. Soy modesto, pero debo decir que yo colaboré en algo de eso. Hace décadas que vengo enseñando y hasta podría decir que, entre los buenos, casi todos están tocando profesionalmente.


-¿No es raro que el jazz no sea masivo?
En cierto modo sí. Uno a veces tiene un nombre por los años que lleva tocando. Pero el jazz no es una música que saca nombres rápidamente. No es como el pop, que uno ve que con marketing y otras cosas surgen personas que enseguida están ganando cifras millonarias.

-¿Qué es lo más lindo de hacer música?
Si uno es sincero, toca y es feliz. Siempre estoy con la guitarra y el jazz. Me da felicidad.

-Es una visión muy idílica...
De todas formas, en la carrera de un músico no todas son flores. Al contrario, así como uno a veces tiene momentos de satisfacción, hay otros en los que los problemas te abruman.

-¿En tu caso es así?
Cuando me pongo a tocar, me olvido de todo. Incluso de hacer los mandados (se ríe). Me encanta la libertad. Si estoy en el escenario, el ideal es que ni siquiera sienta al público. Por respeto hacia la gente. Eso te quita presión y alcanzás la libertad total. Es algo así como tocar el cielo con las manos.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)

23 diciembre 2006

El Mercado Modelo, Plaza Lorea, en 1890


El Mercado Modelo fue construído en 1884 y demolido en 1893. El mismo se encontraba en la calle Lorea (hoy Sáenz Peña) entre Rivadavia y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) y atravesaba a lo ancho la actual Avenida de Mayo, entonces inexistente. Este mercado lindaba con la actual Plaza Lorea, hoy integrada a la Plaza del Congreso, y al tanque de agua que caracterizaba el lugar. Luego de su breve duración, el mismo fue trasladado con el nombre de Nuevo Mercado Modelo al sitio en dónde hoy se encuentra el Paseo La Plaza.



19 diciembre 2006

La Buenos Aires de Horacio Cóppola


Por Humberto Acciarressi

¿Existió la Buenos Aires que retrató, para la eternidad, el ahora centenario Horacio Cóppola?, ¿o el arte, en este caso y como le hubiera gustado a Oscar Wilde, ha creado una realidad que excede al propio fotógrafo? Porque es difícil reconocer el caos citadino actual en las bellas, sugestivas, poéticas imágenes que Horacio Cóppola tomó en la lejana, lejanísima década del treinta.

Testigo de primera mano, el siglo XX no le fue ajeno. En el salto del alumbrado a gas a la luz eléctrica, puede resumirse el paso de la Gran Aldea descripta por Lucio V. López a la ciudad cosmopolita que , por entonces, figuraba entre las primeras cinco del mundo, en la que se cruzaban los aristócratas de la manteca al techo con los atorrantes de Roberto Arlt. Pero lo más importante no es que sólo vio esos cambios, sino que -dotado del don - pudo plasmarlos en esas imágenes que hoy nos maravillan y nos inquietan. No huelga aclarar que a Cóppola lo entusiasmaron otras artes y siempre se rodeó de escritores, pintores y músicos. En esa mixtura de intereses hay que buscar las raíces de su arte tan peculiar.

De la cultura del Berlin de entreguerras - donde conoció a su esposa Grete Stern - y de la filosofía de la Bauhaus, tomó mucho de lo que se vería en sus fotos de Buenos Aires, encargadas por el gobierno de la ciudad con motivo de su cuarto centenario. Una realidad que dejaba paso a otra con la ampliación de sus avenidas, la construcción del Obelisco y otras modificaciones arquitectónicas, necesitaba un cierre estético de "fin de civilización", alguien que supiera plasmar ese canto del cisne porteño. Cóppola fue esa persona. Y si el centenario fotógrafo hubiera sido un mero cronista, ahora no hablaríamos de él. Aquella Buenos Aires tuvo la suerte de tener un artista con todas las letras. Y lo más interesante es que aunque sus fotos retratan una realidad que ya no existe y que parece un fragmento de una edad de oro, a su vez son modernas y definitivas. En todo caso, podrá decirse que de eso se trata el gran arte. Y Horacio Cóppola, en la línea de los grandes del mundo, es un poeta de la imagen.

(Publicado en "Tiempo de Arte")










14 diciembre 2006

River, tres veces tricampeón, saluda al Pincha y aconseja a Boca


River Plate, el campeón de campeones del futbol argentino del siglo XX y lo que va del XXI, saluda al equipo de Estudiantes de la Plata por el título obtenido. En cuanto a Boca, el club que perdió la final con el Pincha,  nos permitimos darles algunos consejos:

- Cuando un equipo quiere ganar el primer tricampeonato de su historia, y faltando dos fechas lleva seis puntos de ventaja y tiene que jugar con Belgrano de Córdoba y con Lanús, por lo menos debe ganar un puntito, apenas un puntito. Elemental, Watson.

- Festejar a cuenta un tricampeonato es peligroso, sobre todo si el rival de todos los tiempos (es decir River) es el equipo que más campeonatos ha ganado (32, o sea diez más que Boca) y el único que hasta ahora obtuvo tres tricampeonatos (1955-1956 y 1957), (Metropolitano 1979, Nacional 1979 y Metropolitano 198o) y (Apertura 1996, Clausura 1997 y Apertura 1997).

- Si durante cierto lapso exitoso se habló con entusiasmo y desdén de los "campeonatos de cabotaje", es poco digno y muy revelador el llanto inconsolable de los hinchas xeneizes después de los goles de Sosa y Pavone. Muchachos, más decoro ¿O ahora resulta que estos campeonatos argentinos sí les importan?

- Y por último, a llorar a la iglesia, perritos.

07 diciembre 2006

Una vuelta al mundo de Roy Lichtenstein


Por Humberto Acciarressi

Su nombre dificil y su cara casi desconocida de los grandes públicos, son paradójicamente emblemáticos del pop del sesenta. Ligado a la modernidad, su obra traza una línea casi perfecta entre dos momentos, lo que llevó a decir que Lichtenstein comenzó haciendo arte del comic(con sus cuadros basados en historietas) y terminó haciendo comic del arte(reinterpretación de otros pintores). Provocador y discutido, el artista no llevó a sus cuadros ni sus resentimientos ni los dolores sufridos por incomprensiones de propios y extraños. A lo sumo se permitió una ironía fresca y en cierto sentido lúdica. A diferencia de Warhol, seducido por la fama hasta la exageración, Lichtenstein fue el hombre invisible. Y lo sigue siendo, aún cuando sus obras se vendan por millones de dólares a casi una década de su muerte por neumonía. Casi imperceptible, huyó de los reflectores y las poses que marcaron los 60.

Para no ser injustos con Warhol, digamos que su excentricismo, su peluquín y los humos psicodélicos de su Factoría, fueron más típicos de aquellos tiempos. Era Lichtenstein quien desentonaba. Cuando en 1994 se le dedicó la mayor retrospectiva de su vida, él se escabulló entre las sombras. Alguna vez, incluso con impertinencia para el espíritu académico, dijo: "Intenté hacer un tipo de arte tan despreciable que nadie se atreviera a colgarlo en una pared". Tampoco le importó demasiado cuando la revista Life se preguntó "¿Estamos ante el peor artista de América?". Lichtenstein no parpadeó. Siguió con sus lienzos "duplicados" de Van Gogh y compañía o con sus viñetas del Pato Donald.

Si Warhol trabajó con conceptos e íconos de la cultura de masas (Elvis, Marilyn, la sopa CampbellIs), Lichtenstein reprodujo la estética de la misma. Fue un enamorado del poder hipnótico de las imágenes de las nuevas y viejas mitologías, representadas en el comic. Sus cuadros, que en los 60 y 70 parecían destinados a la fugacidad de lo inmediato, ahora han saltado a los museos. Hay que destacar, sin embargo, que el artista alcanzó a disfrutar en vida que sus pinturas se cotizaran en términos millonarios.

La obra de Lichtenstein identifica una época que aún dura, al darle carácter monumental a los "cuadritos" mínimos del comic. Nacido en Nueva York en 1923 y doctorado en Bellas Artes en 1949,en 1957 comenzó a experimentar con imágenes tomadas de las historietas de los papeles para envolver chicles y con la técnica de puntos y colores brillantes de las tiras cómicas. Asi creó una especie de fotograma instantáneo desprovisto del argumento del comic tradicional, pero de gran potencia visual. Otras manifestaciones de su arte -los templos griegos, sus famosas pinceladas cómo íconos antiexpresionistas - no escapan a su vocación por la experimentación, a su afán de "reescribir" las imágenes ofrecidas por el universo de los "mass media". Con eso sólo se ha ganado un lugar de privilegio en las artes contemporáneas. A pesar de su introspección.

(Publicado en Tiempo de Arte)

01 diciembre 2006

Sida: por los que ya no están, por lo que están...



En el Día Mundial de la Lucha contra el Sida: por los que ya no están; por los que le pelean a la enfermedad en el día a día; por los que combaten contra el miedo; por los que sufren discriminaciones; por los que tienen temor del "qué dirán" y lloran en silencio; por los que saben de qué se trata realmente el dolor y el desamparo; por los que le ponen alegría al sufrimiento; por los que no tienen fuerza para hacerlo; por aquellos que no se preguntan - como decía el poeta John Donne - por quien doblan las campanas, dado que saben que las campanas doblan por todos; por quienes intuyen que el Día Mundial sólo debe ser una triste metáfora, ya que la lucha continúa todos los días; por quienes acompañan y por quienes aún no encuentran la forma de hacerlo.

Por todos y para todos, el recuerdo en las palabras poético-proféticas de John Donne: 

"Nadie es una isla completa en si mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti".

30 noviembre 2006

Personajes de historieta (1): Avivato


Por Humberto Acciarressi

Avivato es, entre los personajes del humor gráfico argentino, uno de los más odiables. Y no es para menos, ya que se trata de un vividor insoportable, astuto para esquilmar a sus víctimas, especialista en hacer caer a los incautos en las trampas más insospechadas. En síntesis, un aprovechador mayúsculo que Lino Palacio creó sin la simpatía que - por ejemplo - Dante Quinterno le dio a Isidoro Cañones, otro de los vivillos ilustres de la caricatura nacional.

Nacido en 1948 e inspirador de una película protagonizada por Pepe Iglesias, el propio nombre de "Avivato" pasó a formar parte del léxico de varias generaciones de porteños para definir al vividor profesional. Como dato aleatorio, cabe recordar que en 1953 Jorge Palacio, hijo de Lino, fundó una revista que se llamó "Avivato". Este sujeto que vende terrenos en el medio del río o buzones a los chacareros; manguero de cigarrillos y de plata; y que -según confiesa en la tira- tiene un amigo psicoanalista que le saca "todos los complejos de culpa" referidos a sus deudas, casi nunca se encuentra con alguien que lo ponga en vereda.

La saga de Avivato es una epopeya ciento por ciento maniquea: todos los que lo frecuentan son unos incautos, víctimas propiciatorias puestas por Lino Palacio para contrastar con las tropelías del villano. En un episodio, un hombre le dice: "Yo no tengo plata, pero porque no le pedís a Luis, que gana bien". En el segundo cuadro, el vividor, con aire digno, replica: "¿A Luis?, no...no". Y en el tercero remata: "Anota todo lo que presta".

Avivato es perfectamente consciente del rol social que cumple. En otra historieta le cuenta a un sujeto: "Un amigo que tiene imprenta me hizo tarjetas. Voy a darte una". El interlocutor interroga: "¿Por qué hiciste poner debajo de tu nombre ´asesor financiero´". Y Avivato responde: "¿Y qué querías que pusiera?, ¿manguero?". Lo curioso del personaje es que a veces enuncia, con propósitos didácticos, la naturaleza de sus estafas, el contenido de su avaricia y su intransferible don para vivir de acuerdo a la ley del menor esfuerzo. Como si le advirtiera al mismo lector: "Poné las barbas en remojo, que sos la próxima víctima".

(Publicado en el diario "La Prensa", de Buenos Aires)

29 noviembre 2006

Johnny Weissmuller, tarzán de los locos

Por Humberto Acciarressi

Había nacido en junio de 1904 en Pensilvania, pero pasó su infancia en la turbulenta Chicago de los blues y de las bandas de delincuentes callejeros que años más tarde formarían los grupos mafiosos. Johnny Weissmuller,sin embargo, no tenía nada que ver con lo que ocurría en los suburbios. Era un chico aplicado, grandote de cuerpo y con aire estúpido, más preocupado en contemplarse en el espejo y en desarrollar sus dotes natatorias. Cuando contaba con ocho años, ni se debe haber enterado de que en la publicación "All story" había nacido Tarzán, la creación del soñador Edgar Rice Burroughs. Pero Johnny seguía preocupado por sus logros atléticos, que le permitían desarrollar una musculatura casi arquetípíca.

La mayoría de sus éxitos se concretaron en la década del veinte. Fue el primer hombre en nadar los cien metros en menos de un minuto, lo que significó el inicio de una serie de triunfos olímpicos y la friolera de 67 récords mundiales. El grandote estúpido ya era un notable. Desde años atrás, varios de los casi veinte Tarzanes que tuvo el cine, ya se paseaban por la pantalla en taparrabos y a los gritos. El tiempo de Weissmuller aún no había llegado.

En 1929 Johnny debutó en el cine. Obviamente no fue el inicio de una gran estrella ni mucho menos: interpretaba a Apolo en un film llamado "Paso a la belleza", tarea paralela a una campaña de publicidad de ropa interior. "Big Johnny" ya se despojaba de sus prendas. A comienzos de la década del treinta, contrato de la Metro en el medio, Tarzán comenzó a ser sinónimo de Weismuller. Acompañado de Maureen O´Sullivan en el papel de Jane (la madre de Mía Farrow, el espectacular minón de la foto adjunta), y de la inseparable mona Chita (en rigor ocho simios diferentes), el gran deportista y pésimo actor se ganó un lugar en el corazón de decenas de millones de espectadores. Para eso le bastó una media docena de películas. Entre gritos, golpes en el pecho, lianas, sonidos selváticos y la admiración del público, "Big Johnny" pasó los mejores años de su vida. Lo peor le estaba reservado para los últimos.

Al simio blanco de la pantalla no le fue muy bien en su vida personal: varios matrimonios frustrados, entre ellos con Lupe Vélez, que terminó suicidándose. Cuando en 1948 hizo su último film de Tarzán, la Columbia le ofreció interpretar a "Jim de la jungla", cuyos pantalones y camisa apenas disimulaban una gordura inaudita para el actor. Así pasaron los años: su psiquis se deterioró a pasos agigantados; los negocios le fueron mal; y terminó de recepcionista en un hotel de Las Vegas.Añorando los tiempos de gloria, comenzó a aturdir a los vecinos con sus gritos nocturnos, emulaciones de los alaridos selváticos de Tarzán. En una ocasión, sin razón alguna, comenzó a hacer sonar la alarma de incendio. Estaba irremediablemente perdido.

Cuando lo internaron en un hospicio, los otros enfermos no lo pudieron aguantar. De tanto en tanto, su última mujer, Marie - "la mayor parte del tiempo no está en sus cabales", declaró -, le leía las miles de cartas que le llegaban de todo el mundo. El escuchaba con la mirada perdida, vaya a saber uno en qué lugar imaginario de la selva. "Big Johnny" había dicho varias veces que le gustaría morir en Acapulco. Varios infartos y sus alaridos obligaron a su esposa a cumplirle el deseo. Y así nomás ocurrió: el 21 de enero de 1984, el Tarzán más famoso de la historia dejó de molestar con sus gritos.

("Publicado en la revista "Asi")

26 noviembre 2006

Un viejo blues


Por Humberto Acciarressi

El músico negro arqueado sobre su contrabajo, con un cigarrillo colgando displicente de sus labios; un grupo de alegres mulatonas poniendo swing en una vieja taberna; seis vaqueros, con aire desconfiado, rumiando un póker en un clásico “saloon”. La música negra -especialmente el blues-, el clima hollywoodense de los años del Gran Gatsby, el ritmo del jazz y sus cantantes, los autos coloridos de las antiguas publicidades, componen el exuberante y original collage de técnicas, estéticas y temas de Max Hoeffner.

El artista - que cantaba blues a los cinco años, pintaba a los diez, y escuchaba las charlas de su padre, Guillermo, uno de los pioneros del coleccionismo blusero- ejerce un hiperrealismo al que no son ajenos los óleos, los esmaltes, las telas y otros elementos que ennoblece con su arte. Hoeffner vive en el delta del Tigre, donde tiene su atelier. Un espacio creativo no muy diferente al de los artistas de paisajes rurales del sur de Estados Unidos, o de quienes pintaron, escribieron y cantaron a orillas del Mississippi. Y naturalmente viene a la memoria Mark Twain, con sus largos viajes por el río mítico.Tampoco pueden obviarse, claro, los escenarios de los libros de Faulkner, quien afirmaba que el mejor lugar para crear era un prostíbulo.

En la obra de Hoeffner están presentes los íconos de la cultura popular norteamericana, extraidos de tapas de viejos discos y libros. Como herencia, su padre le dejó la devoción por las carreras de caballos, los westerns y las películas cómicas. Pero fundamentalmente, sus cuadros están emparentados con cierto comic que en los ochenta se dedicó a rastrear estéticamente aquella vieja cultura, tan cara a personajes como Clint Eastwood. Lo sugestivo, en todo caso, es encontrar en nuestros pagos un fervor por aquellos rastros que sedimentaron las artes posteriores. Lo que prueba que las culturas populares tienen un punto donde se reconocen. En este caso, pintor por medio.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)



23 noviembre 2006

Janis Joplin, el llanto blanco del blues


Por Humberto Acciarressi

Antes que nada, hay que decir que Janis Joplin fue la más grande cantante de blues que dio la raza blanca y que con un puñado de canciones dejó, a su muerte temprana, una estrella que sigue iluminando el firmamento del rock internacional. Sin embargo, para comprender la tragedia de Janis, también hay que agregar otras cuestiones, más personales, más dolorosas. Como por ejemplo que era fea, pequeña y regordeta; que en sus épocas de estudiante sus compañeros la humillaban con un apóstrofe: "El hombre más feo de la universidad". O que era tan atrevida y estridente, que jóvenes y adultos la trataban como a una prostituta. O que era tan desarreglada en el vestir y tan chicanera en sus modales, que las pocas parejas formales que tuvo no osaban presentarla "en sociedad". O que era tan ingenua que aceptaba mansamente y sin decir palabra,que la criticaran y se burlaran de ella. Y que era, por sobre todas las cosas, una de las más sensibles y sufrientes mujeres que haya subido a un escenario en la concurrida historia de la música.

La hipersensible Joplin había nacido el 19 de enero de 1943 en Port Arthur, una ciudad con olor a petróleo, largas y aburridas siestas, y mediocres bebedores de whisky, adoradores de las "pinups girls" de los calendarios. No es difícil imaginar cómo tratarían a la jovencita Joplin, que en poco tiempo se convirtió en una presencia desagradable. Ella, a partir de cierto momento, se puso una máscara y resolvió embestir contra ese mundo pequeño que la agraviaba. No tenía, entonces, ese dulce abrigo del blues. Por entonces, Janis pintaba. Aunque, autocrítica feroz, abandonó esa rama del arte porque un día descubrió que un amigo era más ducho que ella en el manejo de los pinceles (cuentan que ya cantante, estuvo a punto de callar su voz cuando oyó a una joven imitadora de Joan Baez). Impulsada por su familia a viajar, se trasladó de Port Arthur a Lamar, y de esa ciudad a Los Angeles.Allí comenzó la etapa que iba a culminar con Joplin en los escenarios.

En esos años, también empezó a caer por la pendiente del alcohol y, al poco tiempo, comenzó a utilizar las drogas pesadas, la heroína entre ellas. Sus pininos en la canción los hizo en un grupo universitario: "The waller creek boys", donde canta jazz, folk y un poco de blues. Todavía no tenía la voz áspera y dramática que la iba a inmortalizar. En su vida faltaban algunas tragedias. Con otra banda, "Big brother and the Holding Company", recala en bares y tabernas, sin aprovechar las buenas críticas recibidas en el Festival Folk de Monterrey de 1963. En la misma ciudad, pero en los legendarios encuentros pop, se consagra definitivamente en 1967. En el escenario, antes y después de ella, suben otros dos grandes: Jimi Hendrix y Otis Redding. Curiosidades de la historia: ninguno de los tres iba a vivir para ver los setenta.


El Festival de Monterrey permitió, entre otras cosas, que Janis se convirtiera en un mito en vida. Su voz, su salvajismo, el dolor que expresaba en cada uno de los temas, la convirtieron en un referente obligado en esos años del flower power. Y todavía no había grabado nada. La primera placa de Janis, "Cheap thrills" ("Excitación barata", título que reemplazó al que ella quería que era "Droga, sexo y excitación barata") fue fagocitada por los jóvenes. Después llegó "I got dem Kozmic Blues again mama"; y póstumamente fue editado "Pearl", otro disco de culto. Pero mientras Janis se codeaba con el éxito, en su vida privada se hundía en la tragedia.

"En escena es como si hiciera el amor con 25.000 personas. Pero termina el show y ellos se van a sus casas y yo me voy sola a mi cuarto", decía por esos días de gloria efímera. Y cuando se le recriminaban sus excesos, ella se limitaba a puntualizar: "Tal vez no dure tanto como otras cantantes, pero no voy a destruir mi hoy pensando en el mañana". Algunos pensaban como ella: en poco menos de dos años, Jim Morrison, Jimi Hendrix y Brian Jones se fueron al Olimpo del rock. "No quiero nada a medias. Tengo 26 años. Todo lo que me preocupa son los 26 y no los 95. No quiero que me devuelvan la inversión dentro de unos años. Lo quiero ahora, ahora,ahora...", enfatizaba por esos días de tragedia cuando, además de las drogas pesadas, solía consumir hasta un litro de whisky en escena. Una mañana de octubre de 1970, se consumó su deseo de beberse la vida de un sólo trago. El guitarrista John Cooke la encontró en la cama, con un camisón que la hacía parecer una muñeca antigua, con una sonrisa congelada en los labios, con el cuerpo saturado de heroína. Sus cenizas, esparcidas en la costa de California, hace más de tres décadas que forman parte del paisaje que la hostilizó. Quedan, eso sí, sus lamentos desgarradores y esa voz que desarticula melodías y provoca tristeza en el corazón.

(Publicado en la revista "Asi")

19 noviembre 2006

El viejo de la plaza

Por Humberto Acciarressi

Lo vi sentado esta mañana,
que pudo ser ayer
o la semana entrante,
allí entre los toboganes,
a casi un siglo de la calesita
Y se tanteaba el rostro,
los ríos de su cuerpo,
y su mirada iba detrás
de esa mujer que cruza
el parque en dos minutos,
con niño y pan a cuestas
Lo vi arbitrario y tierno,
casi final,
barrido por el viento,
sentado o muerto o vivo
Sólo más tarde
los pájaros y el cielo
me contarán su ausencia.


(Del libro de poemas "Nosotros, sobrevivientes")

Estampas del ánimo

Por Humberto Acciarressi

Andaba con el destino extraviado
Eran tan leves sus creencias
que el alma le pesaba toneladas
Era más memoria que futuro
y la oquedad y el desatino
le entretenían el presente
Estaba en el costado de la ruta,
donde la banquina presagia el abismo,
a una eternidad de las caricias
Se desdibujaba en la mirada de los otros,
perdía consistencia, se hacía sutil
Entre los autos había olor a cólera,
ardía el asfalto, subía el dolor
Y era tan permeable a esas tormentas
que el agua lo mojaba desde adentro.

(Del libro de poemas "Nosotros, sobrevivientes")

18 noviembre 2006

Verne, mucho más que un oráculo


Por Humberto Acciarressi

Julio Verne sigue siendo una caja de sorpresas a un siglo largo de su muerte. Sobrino de Chateaubriand e hijo de un hombre de leyes, el autor de "Viaje al centro de la tierra" escribió, entre 1862 y 1905, nada menos que 82 novelas y relatos largos. Por un abuso de las estadísticas, cada tanto salen a la luz las predicciones cumplidas de Verne: el submarino, la nave espacial, el transatlántico, la televisión, el micrófono, los rascacielos o el bombardeo teleguiado. En síntesis, un oráculo eficiente. En todo caso, establecer un paralelo entre Verne y Nostradamus es menos importante que precisar que más alla de sus dotes proféticas, llegan sus virtudes poéticas.

Tomas Eloy Martínez, que definió a Verne como "un revolucionario violento que vivió disfrazado de conservador", recordó en alguna ocasión que Henri Michaux consideraba irrepetible el lenguaje utilizado por los pasajeros del Nautilus para describir la fauna de las profundidades marinas. Leámos un párrafo: "Tricópteros de alas con filamentos de pesadilla; costas siempre manchadas de barro en el que nacen los frufrú; triglos de hígado venenoso; badianes que llevan sobre los ojos una anteojera móvil; y fueles de hocico largo y tubular, verdaderos papamoscas del océano, armados con un fusil que no previeron ni los Chapesot ni los Remington, y que matan a los insectos disparándoles una solitaria gota de agua". Y esto mucho antes de Virginia Woolf o Gabriel García Márquez.

Desde que nace el 8 de febrero de 1828, la biografía de Verne registra ciertos hitos decisivos. A los once años, sin que su familia se entere hasta último momento, se apresta a embarcarse a la India con el objeto de llevarle un collar de coral a su prima Carolina. El padre lo baja del barco y le da una paliza inolvidable. En 1857 se instala en Amiens y en 1886 un sobrino le dispara dos tiros en una pierna. En 1889 se candidatea para concejal por la extrema izquierda; en 1882 se enferma de neurastenia y quema sus papeles íntimos; en 1904 le exige a su mujer vivir en absoluto silencio y ordena que nadie se le acerque. En 1905 muere a consecuencia de la parálisis y la diabetes.

Hasta aquí la fría ennumeración de datos, tantos como para hacernos una idea del verdadero Verne, bastante alejado del que durante más de un siglo se utilizó como prototipo del buen burgués. Pero la verdad es otra: este lector apasionado de Nietzche, que escribe sin parar desde el amanecer hasta la noche, va cayendo con el correr de los años en un pesimismo cada vez más intenso. Desengañado de su siglo y del futuro, escribe "Robur el conquistador", donde el optimismo de sus primeros libros da un giro definitivo. Entre 1903 y 1905, se dedica a la narración "Amo del mundo", donde da cuenta de un vehículo llamado "Espanto" que circula por el aire, la tierra y el agua; deja inconclusa "La sorprendente aventura de la misión Barzac"; y termina rápidamente, como poseído, "El eterno Adán", que su hijo Michael tardó un lustro en editar.

En el apogeo de su gloria, en Italia llegó a dudarse de la verdadera existencia de Verne, al punto que Edmundo D´Amicis debió viajar a Amiens para verificar personalmente que el autor de los "Viajes extraordinarios" era un ser de carne y hueso. No fue un viaje ocioso, ya que el propio Verne pretendió muchas veces disfrazar su verdadera personalidad. Basta leer las necrológicas escritas en 1905, para verificar que en cierto sentido lo logró. Pero ahora sabemos que el abuelo moralista era un viejo pícaro que dejó en su literatura las claves de su negra visión del mundo. A veces, el candor de la posteridad suele ser pasmoso.

(Publicado en el Diario Oficial de la Feria del Libro de Buenos Aires)

12 noviembre 2006

Reflexiones a bordo de un colectivo


Por Humberto Acciarressi

El colectivo de la línea 168 sortea autos y asusta peatones por la calle Moreno. El calor es tan insoportable como la señora que le canturrea al hijo y al resto del pasaje una melodia horrible y mal entonada. Secuelas del televisivo "Cantando por un sueño" - ya insoportable de por sí-, que con casi 35 grados tiene el agrio sabor de una pesadilla. Como amigos de los ejemplos, sugerimos imaginar a Nazarena Velez cantando en un colectivo en movimiento. Los pasajeros debemos sufrir un extraño karma, porque no hay uno que no se sienta un personaje del Infierno del Dante. Salvo dos mujeres, que ajenas al "concierto" dialogan animadamente en un asiento doble.

-Los dolores de cabeza que tengo son terribles. Tomo aspirinas y nada. Llamé al médico por teléfono y me dijo que si me siguen vaya a verlo.
-Señora, ¿no habrá mal de ojo?.
-¿Le parece?.

En los supermercados o en los bancos, en los barrios alejados o en el microcentro, ¿a quién no le han aconsejado alguna vez la consulta a un curandero?, ¿quién no ha reído con las sugerencias de este tipo?, ¿quién no las ha meditado con serenidad y cierta vergüenza? Desde la antigüedad, el hombre se ha visto inclinado a recurrir a la medicina natural. El "No creo en brujas, pero que las hay, las hay..." no es un adagio de los tiempos actuales, aunque eso no impide que siga vigente.

Durante la Edad Media europea, cuando la ciencia estaba recluida en los cuartillos plagados de manuscritos de los alquimistas, los hechiceros se multiplicaban paralelamente a las enfermedades. Claro que también alimentaron las hogueras mejor que el carbón. Y no sólo por prejuicios religiosos, sino en la supuesta defensa de lo que se llamaban "las verdades naturales". Pero las brujas se adaptaron a los tiempos modernos, dejaron de viajar en escoba y se refugiaron en las campañas bajo el nombre de curanderas. Y cuando hacen unos pesos, se alquilan un espacio en las mejores radios y transmutan sus "verdades" en oro como alquimistas del siglo XXI.

-Señora, ¿y si visita a un curandero?.
-¿Y dónde lo busco?.
-Pregunte, siempre alguien sabe.

Un anuncio propagandístico de principios de siglo XX aconsejaba la visita a una pitonisa que se jactaba de tener "el verdadero talismán del Jordán y la verdadera piedra de Imán". Todo un arcano, pero sugerente. Gatos egipcios, extraños lamas tibetanos, talismanes mágicos y patas de conejo. Y dentro de ese clima esotérico, el aviso informaba el pedestre "Hay sala de espera para señoras". No hace muchos años, una vidente que ponía avisos en los diarios era la proveedora de amuletos a varios jugadores de futbol.

En el siglo pasado, los curanderos llegaron a tener gran predicamento en los campos argentinos. El propio José Hernández debió consultar o conocer a algunos. "Y me recetó que hincao/ en un trapo de la viuda/ frente a una planta de ruda/ hiciera mis oraciones,/ diciendo: No tengas dudas/ eso cura las pasiones". Brebajes que los gauchos tomaban con asco, pero confiados. Y después se sacaban el feo gusto con una ginebra.

Nos dice un amigo viajero que en las zonas rurales de Alabama, para que a un chico le salgan bien los dientes no hay nada mejor que envolver el nido de un grillo en un trapito y atárselo al cuello. Para el dolor de estómago se recomienda masticar un palito de olmo o pasarse un huevo frío por la garganta. Frente a esto, por si las moscas, ante una dolencia estomacal convendría hacerse una pasada por la heladera antes de acudir a la Buscapina. De cualquier forma, ante cualquier duda consulte a su médico.

(Publicado en "El espectador de la Cultura)

07 noviembre 2006

Cioran, marginal del intelecto


Por Humberto Acciarressi

A los 84 años, sesenta más de los que esperaba vivir en su juventud, el 20 de junio de 1995 murió Emile Ciorán. Puede suponerse que no temía ese trámite. No por considerar que "la idea del suicidio es lo único que hace llevadera la vida", sino por su método para afrontar el último trago sin resistirse: disciplinarse en el horror, meditar en la podredumbre, reducirse deliberadamente a cenizas en vida. Amante de las paradojas, murió víctima del Mal de Alzheimer, una enfermedad que afecta los mecanismos del pensamiento. Justo él, que en la Rumania donde nació el 8 de abril de 1911 había elegido el camino del "pensar por pensar".

Ciorán - señaló Fernando Savater - nunca fue un autor de moda. Sus compatriotas Eugene Ionesco y Mircea Eliade tuvieron más fama que él, que se decía un marginal del intelecto. Sin embargo, en los últimos años, eran muchos los que iban al Barrio Latino de su Paris adoptivo con la ilusión de toparse con este hombre de cabello blanco y sobretodo gris que disparaba sobre la religión, la filosofía, la escritura y la política. Mezcla de metafísico y moralista, a ratos teólogo, Ciorán llevó el pesimismo nihilista a la cumbre. Fue más allá que Schopenhauer y Nietzche, que metodizaron esta corriente de pensamiento, al reinvindicarse como un anti-filósofo capaz de demoler sus propias ideas.

Enemigo de ídolos y prejuicios, para él el optimismo es una forma de la hipocresía: la sociedad está maldita y la historia humana es estúpida, incluyendo la Razón salvada de la estupidez por Voltaire. Desde el título, sus libros son la expresión de su pensamiento: "Breviario de la podredumbre", "Del inconveniente de haber nacido", "Silogismos de la amargura". Cuando admiradores y detractores se peleaban por encasillarlo en alguna corriente, Ciorán declaró - con su ferocidad impar - que las personas más sabias que había conocido eran las prostitutas frecuentadas en su geografía de juventud. La misma del feroz conde Drácula.

(Publicado en la revista "Noticias")

Robin, el más delicado escudero


Por Humberto Acciarressi

Es, sin duda, el héroe más vilipendiado de la historia de los comics y sus emergentes televisivos y cinematográficos. Es, entre todos los laderos que se recuerden, el menos interesante. Y sin embargo, ese halo entre bobo e intrascendente ha convertido a Robin en un sujeto inmortal en el mundo de la historieta. Tal vez porque el delicado escudero de Batman, contrariamente a lo que pueda creerse, tiene su propio universo interior. Algo debe pasar detrás de tanta estupidez.

Es sabido que el hombre murciélago debutó sin compañeros en mayo de 1939, en el número 27 de la revista "Detective Comics", en una tira titulada "El caso del sindicato químico". Pero el sombrío vengador se sentía muy solo. Bob Kane, su creador, recuerda en su autobiografía "Batman y yo" que Robin nació como alguien con quien el encapuchado pudiera hablar. "Pensé que todo chico querría ser como Robin: travieso, divertido, libre; sin escuela, sin tareas, que vive en una mansión sobre la baticueva y viaja en el batimóvil". Así, en 1940, Bruce Wayne (Bruno Díaz) se hace cargo de un joven cuyos padres han sido asesinados: Dick Grayson, conocido por los argentinos como Ricardo Tapia.

La aparición del joven causó conmoción; las ventas de la historieta se duplicaron. A partir de entonces, Batman y Robin se convirtieron en dos seres inseparables. Y tan juntitos estaban siempre, que en la década del 50, en su libro "Seducción del inocente", el cruzado contra la historieta Freederic Wertham escribió: "Viven en habitaciones suntuosas, con flores hermosas en jarrones enormes, y tienen un mayordomo, Alfred. Es como el sueño de la convivencia entre dos homosexuales". La primera piedra había sido arrojada. Y más que en Batman impactó en el pobre Robin.

En el universo del papel y la tinta, el murciélago tuvo tres escuderos con el mismo apelativo: el mencionado Grayson, a quien, en 1986, los guionistas lo dejaron crecer y adoptar el nombre de Nightwing; el pendenciero Jason Todd (que en 1988 fue "asesinado" a pedido de los lectores); y Tim Drake, un pirata informático que ingresa a la baticueva. También en la pantalla Robin tuvo varias caras. En 1943, la Columbia Pictures produjo un serial de quince episodios con Lewis Wilson como Batman y Douglas Croft como el joven maravilla. El segundo ciclo se emitió en 1949, con Robert Lowery y John Duncan como el hombre murciélago y su Sancho Panza respectivamente, dúo que reeditó el boom un año más tarde.

La gloria, sin embargo, llegó en 1966, cuando la 20 th Century Fox produjo los 130 episodios de la tira en color de Batman, dirigida por Leslie H. Martinson y protagonizada por Adam West en el papel del murciélago y por Burt Ward en el de su acompañante. Fue el tiro de gracia a la virilidad de Robin. Aquella pareja que causó las delicias de los chicos de todo el mundo, que llevó a la TV los códigos del comic (los "Zas", "Shock", "Boom", "Augh" pintados en colores), no sólo no era sombría como la original, sino que era patética en su bobería. Esa serie alimentó hasta el hartazgo las bromas acerca de la sexualidad del dúo dinámico. Cuando Adam West estuvo en Buenos Aires se creyó en la obligación de aclarar el asunto: "Entre Robin y yo no pasaba nada...No éramos una batipareja gay".


Hay cosas, sin embargo, que pocos saben. Por ejemplo que el actor Burt Ward, con ese aire aniñado, estúpido y ambivalente, a los 21 años ya se había casado dos veces y su primera esposa lo había dejado acusándolo de "crueldad mental". Varios años más tarde, cuando nadie le daba ni un bolo en una película clase B, escribió un libro titulado "Boy wonder, my life in tights" ("Muchacho maravilla, mi vida en calzas"). En esa autobiografía, Ward cuenta los problemas que tuvieron con la censura por la estrechez de sus mallas, y cómo, para pasar sus ratos de ocio, él y West iban juntos (¡Recórcholis!) a playas nudistas.

Así transcurrió el tiempo para Robin. En la saga cinematográfica inaugurada por Tim Burton, el escudero aparece en la tercera versión, en la piel de Chris O´Donnell. Y como había que amoldarlo a los años noventa, hasta le pusieron aritos. Ward, el ahora gordo chico maravilla de los años 60, puso el grito en el cielo. Criticó a su sucesor por "arrogante y agresivo" y añadió una divertida apreciación: "Mi Robin nunca se hubiera atrevido a llamar Al a Alfred, el mayordomo, o dar un paseo en batimovil sin pedir permiso a Batman". ¡ Santa estupidez, chico maravilla!.

(Publicado en la revista "Así")

Miguel Abuelo y el himno de su corazón


Por Humberto Acciarressi

Se llamaba Miguel Peralta, aunque claro, no siempre el documento de identidad revela verdades absolutas. Para todo el mundo fue, a secas, Miguel Abuelo, pionero del rock del país y fundador de "Los Abuelos de la Nada", una de las mejores bandas que han pasado por los escenarios locales. Y si con eso no bastara, aún fue más. "Soy un negrito resentido y peleador", se autodefinía en su adolescencia, mientras maduraba su pasión por la música y alternaba el boxeo con la venta callejera, sus actuaciones como mimo con su condición de poeta. Cuando formó un dúo con su hermana Norma, ya era un joven y voraz degustador de literatura.

Nacido el 21 de marzo de 1946, de su amor por las letras surgió el nombre que lo inmortalizó. Leyendo "El banquete de Severo Arcángelo" quedó impresionado con una frase con la que reprenden al personaje Lisandro Farías, de la novela de Leopoldo Marechal: "Padre de los Piojos, Abuelo de la Nada". Así se convirtió en Miguel Abuelo y formó el ya legendario grupo. Hace poco, a dos décadas de su muerte, apareció el libro de Juanjo Carmona "El paladín de la libertad. Biografía de Miguel Abuelo y sus Abuelos de la Nada". En la obra, con abundancia de datos, reportajes, testimonios y fotos rescatadas durante diez años, el autor llenó baches de la vida del músico que permanecían en las sombras, incluyendo su muerte a causa del Sida en 1988. Hay, por supuesto, información sobre los años europeos, hacia donde se marchó con la guitarra al hombro a mediados de los 70 y de donde regresó con la democracia.

La primera formación de "Los Abuelos de la Nada", a fines de los 60, la integraron, además de Miguel, Claudio Gabis (futuro "Manal"), Pappo (que antes de largarse como solista integró "Conexión n° 5"), Micky y Alberto Lara, y Pomo Lorenzo. Pasada la dictadura de Videla y compañía, Miguel retornó de Europa y refundó "Los Abuelos..." con un seleccionado de lujo: Cachorro López (luego derivó a "Zas" con Miguel Mateos), Andrés Calamaro, Gustavo Bazterrica, Daniel Melingo y Polo Corbella (ambos integrantes posteriormente de "Los Twist"). Esta formación tuvo uno de sus picos más altos en los recordados recitales del Opera en el 85. "Chalamán", "Ir a más", "Himno de mi corazón", "Lunes a la madrugada", "Sintonía americana", "Tristeza de la ciudad", "Mil horas", son apenas algunos de los clásicos de aquella banda que cubrió parte de los 80. Broncas por el liderazgo y choques de personalidades acabaron esa segunda formación, que dio paso a la tercera, cuyo único disco se llamó "Cosas mías" por el tema homónimo que, adaptado por la hinchada de River, con el tiempo ganó todas las tribunas. En ese último grupo, Kubero Díaz, "Chocolate" Fogo, Juan del Barrio, Polo Corbella, Alfredo Desiata y Willy Crook, acompañaban al histriónico frontman.

En los días finales de su vida, Miguel escribía y hacía planes pra un futuro imposible. La muerte lo alcanzó en la tarde del 26 de marzo de 1988. El 21 de diciembre, el Sida arrastró a Federico Moura. En diciembre del año anterior, la cirrosis había consumido la vida de Luca Prodan. En menos de doce meses, "Sumo", "Virus" y "Los Abuelos de la Nada", tres de las bandas ícono de la época, se convirtieron en leyenda. Y el rock argentino comenzaba a llorar a todos sus muertos.

(Publicado en La Razón, de Buenos Aires)

31 octubre 2006

Un violento mar de letras


Por Humberto Acciarressi

Hela, con su hermano Frixo, surca el cielo tomada de la lana de oro del increíble carnero Crisomalo cuando cae a las aguas y bautiza con su tragedia al Helesponto. La equivocación de un rey da nombre al Mar Egeo. Jenofonte, al contar la odisea de los Diez Mil luego de la muerte de su jefe, Ciro el Joven en la batalla de Cunaxa, en Asia, dice que los griegos recorren montes y desiertos durante meses, desesperanzados. Sólo cuando desde la montaña de Teches ven las aguas del Ponto Euxino (el Mar Negro) rompen en un grito de alegría: "Thalassa, thalassa" (el mar, el mar).

Los poetas toman los mitos oceánicos y los transforman en épicas fundacionales. Sagas vikingas, leyendas americanas, relatos japoneses y poesías africanas dan cuenta de esta atracción sobre el mar.En la gesta germana de Beowulf, el cadáver de un rey danés es puesto en una nave y entregado "al poder del océano". Olaf Tryggvason, rey noruego, salta al mar con su armadura cuando pierde una batalla en el año 1000 e inaugura un ciclo de la literatura nórdica. En ese vasto escenario de agua se confunden las aventuras de Simbad el Marino relatadas en "Las Mil y una Noches", con escritos referidos a islas misteriosas, animales de pesadilla (Walter Scott habla de serpientes marinas en sus novelas históricas), buques fantasmas, o un holandés errante condenado a deambular eternamente por los mares.

Con Homero se inicia la cultura griega, lo que equivale a decir nuestra civilización. Su "Odisea", continuación de la "Illíada", cuenta las desventuras de Ulises -primer héroe marítimo de las letras occidentales - a su regreso de Troya. Camino a Itaca, sus encuentros con la ninfa Calypso, el cíclope Polifemo, los lestrigones, la maga Circe, Escila, Caribdis y las sirenas, dejan una larga estela en la literatura posterior. En el siglo de Pericles, desde la filosofía, Platón incorpora a la poesía el relato de una isla perdida, la Atlántida, que todavía genera libros, incluyendo - claro - el largo poema de Jacinto Verdaguer de 1878.

Existen otras "hermosas islas fantasmas" (Heine) en las letras. "Desde el fondo del mar...nos llegan los tañidos de campanas nocturnas", dice el poeta alemán Wilhelm Müller al referirse a la legendaria Vineta. "El mar parece acero pulido que durmiera", canta a la mítica Rungholt el poeta Detlev von Liliencron. Torcuato Tasso, en su "Jerusalén libertada", describe el mágico jardín de Armida inspirado en la legendaria isla de San Brandán. También Shakespeare, en "La tempestad", cuenta las peripecias de sus personajes en una ínsula maravillosa. En "Los trabajos de Persiles y Segismunda", Cervantes salta de la llanura manchega a un escenario marítimo. "¡En mar tanta tormenta y tanto daño, tantas veces la muerte apercibida", dice Camoens en "Las Lusíadas", poema capital de Portugal.

Por esos años, ya Jorge Manrique ha dado a las letras su archiconocida metáfora: "Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir...". El siglo XIX es pródigo en escritores del mar. Robert Stevenson, enfermo crónico (una pesadilla le inspira "El extraño caso del doctor Jekill y de mister Hyde"), transita en canoa los canales del norte europeo y en goleta los mares del sur. Su "Isla del Tesoro", sus cuentos, dan testimonio de ese periplo espiritual. Hacia el fin de sus días se construye una casa en la isla de Apia, en el archipiélago de Samoa, donde muere en 1894 rodeado de indígenas que lo llamaban "tusitala" (el que cuenta historias). Su contemporáneo Herman Melville, que pasa la juventud de barco en barco, publica "Omoo", "Redburn: su primer viaje", "La casa blanca: el mundo en un barco de guerra", "Benito Cereno". Ninguna de estas historias marinas alcanza la altura poético-simbólica de "Moby Dick", la ballena blanca que representa el mal triunfante. "Perseguirla es perseguir la muerte", dice Melville, que desde el fracaso de su novela en 1850 se convirtió en un amargado solitario, incapaz de imaginar que los años reivindicarían su nombre.

A pesar de su condición de hombre de tierra adentro, Joseph Conrad fue un apasionado navegante, e hizo la carrera de grumete a capitán. Aunque "El corazón de las tinieblas", su novela más famosa, es un viaje fluvial, el mar estuvo muy presente en sus libros ("El negro del Narcissus", "El pirata", "La locura de Almayer", "Tifón"). De Conrad escribió Valery Larbaud: "Su obra es como un modo de viaje". Eso puede decirse de Emilio Salgari, que pobló casi cien novelas con corsarios y filibusteros, o de Julio Verne, que aventuró a sus lectores por las profundidades submarinas.

Ya en el siglo XX, el interés de las letras por el mar no amainó. Poetas tan diversos como T.S.Eliot ("el grito de las olas, el grito de los vientos"), Miguel Hernández ("que me aconseje el mar lo que tengo que hacer: si matar, si querer"), Rafael Alberti ("pienso, mar, que la tierra no puede devolverte un rumor tan dichoso como el tuyo") y Paul Valery ("sí, mar, gran mar de delirios dotado... en un tumulto análogo al silencio") le cantaron al océano y sus misterios. Por su lado, Alfonsina Storni ("el alma mía es como el mar") eligió inmolarse en las aguas de Mar del Plata.

Hemingway y Neruda constelaron sus literaturas de aguas marinas. El primero alcanzó la cima del género en "El viejo y el mar", que cuenta la historia de un pescador que logra vencer a un gran pez, pero los tiburones destrozan su presa cuando la lleva a tierra. Neruda, por su lado, era un apasionado del mar, especialista en moluscos, coleccionista de caracoles (llegó a tener más de quince mil que se le caían de los estantes). Cuando murió, en 1973, residía en Isla Negra, con el Pacífico - "el camarada océano" - frente suyo. Identificado con él de tal forma que pudo escribir: "Trabaja el mar en mi silencio".

La atracción por lo marino está en la condición humana. Para Camus, las jornadas del mar son todas semejantes, como las de la felicidad. Casi no existe literatura superficial sobre el tema, salvo algunos best sellers llevados al cine con escasa fortuna. Hubo escritores que no frecuentaron cotidianamente el mar. Pero procedieron con esa inconstancia que siempre deja abierta la puerta del retorno. El propio Camus lo dijo: "El arroyo y el río pasan. El mar pasa y permanece. Así sería menester amar, siendo fiel y fugitivo".

(Publicado en la revista "Noticias")